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El Príncipe de la niebla

Mientras los demás miembros de la familia disolvían la concentración para disponerse a preparar el equipaje con aire de resignación, Max permaneció inmóvil mirando a su padre. El buen relojero se arrodilló frente a su hijo y le colocó las manos sobre los hombros. La mirada de Max se explicaba mejor que un libro. —Ahora te parece el fin del mundo, Max. Pero te prometo que el lugar adonde vamos te gustará. Harás nuevos amigos, ya lo verás. —¿Es por la guerra? —preguntó Max—. ¿Es por eso por lo que tenemos que irnos? Maximilian Carver abrazó a su hijo y luego, sin dejar de sonreírle, extrajo del bolsillo de su chaqueta un objeto brillante que pendía de una cadena y lo colocó entre las manos de Max. Un reloj de bolsillo. —Lo he hecho para ti. Feliz cumpleaños, Max. Max abrió el reloj, labrado en plata. En el interior de la esfera cada hora estaba marcada por el dibujo de una luna que crecía y menguaba al compás de las agujas, formadas por los haces de un sol que sonreía en el corazón del reloj. Sobre la tapa, grabada en caligrafía, se podía leer una frase: «La máquina del tiempo de Max.»

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